Los hallazgos de la ciencia ya están cambiando nuestra concepción del desarrollo del cerebro durante la primera infancia, pero ahora tienen que cambiar también nuestra forma de actuar: las inversiones en intervenciones prácticas, la integración del trabajo de distintos sectores y la relación con las comunidades y las familias para llegar a los niños que se están quedando atrás.

Antes se consideraba que el desarrollo de la primera infancia (ECD) atañía principalmente a los educadores, pues se sabía que, al enseñar conceptos básicos a los niños (colores, formas, letras y números), se favorecía el desarrollo cerebral y se impulsaba el aprendizaje a largo plazo. Desde luego, todo esto es cierto, y se trata de aspectos importantísimos.

Sin embargo, por muy necesaria que sea la enseñanza temprana, no basta para favorecer un desarrollo completo y sano del cerebro de los niños que les ayude a explotar todo su potencial en la edad adulta. Tenemos que ampliar nuestra forma de ver el ECD y tener en cuenta otros ámbitos esenciales, como la nutrición, los cuidados y la protección frente a la violencia, factores que pueden llegar a cambiar las vidas de millones de niños desfavorecidos y vulnerables. De hecho, pueden cambiar las vidas de todos los niños.

Ya hemos constatado la gran importancia que tienen los primeros años de vida para el desarrollo sano del cerebro. Durante este período, se conectan casi mil células cerebrales por segundo, un ritmo que no se vuelve a alcanzar en fases posteriores. Estas conexiones son la base de lo que será su vida: contribuyen a determinar su desarrollo cognitivo, emocional y social, así como su capacidad de aprender, su éxito en el futuro e incluso su felicidad de mayor.

Ahora hemos ampliado nuestros conocimientos de forma considerable, sobre todo en cuanto al modo en que las experiencias y las circunstancias de la vida durante la infancia (además de los genes) influyen en la formación de estas conexiones cerebrales tan importantes. De hecho, ambos aspectos (la naturaleza y los cuidados, la genética y las experiencias) están estrechamente relacionados.

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Photo: © UNICEF/UNI93833/Ramoneda

Así, cuando estimulamos la mente de un niño pequeño con juegos, lecturas o hablando con él, también favorecemos el desarrollo de su cerebro y su capacidad de aprender. Cuando le proporcionamos la alimentación adecuada, también nutrimos su cerebro y fomentamos las conexiones neuronales. Y cuando lo protegemos de la violencia y los malos tratos, también amortiguamos los efectos del estrés tóxico, que puede impedir esas conexiones críticas y dificultar el desarrollo sano del cerebro. Del mismo modo, cuando lo cuidamos con cariño y atención, sentamos las bases de una vida más plena y saludable.

Las implicaciones de lo que sabemos, que cada vez es más, no se limitan a los niños, sino que también abarcan a las familias, las comunidades y las sociedades. Cuando los niños carecen de la alimentación, los estímulos, el cariño, los cuidados o la protección que necesitan, tal vez nunca desarrollen plenamente su potencial, lo cual resulta trágico para ellos y para sus familias. Además, supone una gran pérdida para las sociedades en las que viven, que se ven privadas de lo que podrían haber aportado, y también constituye una amenaza considerable para el crecimiento, la estabilidad e incluso la seguridad a largo plazo.

Todo esto resulta crucial y urgente en un mundo cada vez más fracturado; un mundo azotado por la violencia; un mundo en el que unos 87 millones de niños de entre 0 y 7 años (1 de cada 11 niños en todo el planeta) han pasado el período más formativo para el desarrollo de su cerebro en países inmersos en conflictos; un mundo en el que millones de familias creen que el castigo físico de los niños es algo “normal”; un mundo que también está cada vez más afectado por el cambio climático, en el que la salud y el bienestar de millones de niños se ven amenazados por inundaciones, sequías y otros desastres; un mundo en el que las desigualdades durante la infancia (privaciones y circunstancias que dificultan el desarrollo sano del cerebro) reducen la capacidad de aprender y de ganarse la vida de forma digna en la edad adulta.

El mundo no tiene por qué seguir así. Puede cambiar de forma notable si ponemos en práctica lo que vamos descubriendo y priorizamos todas las intervenciones que afectan al ECD (educación y estimulación tempranas, nutrición, cuidados, afecto y protección frente a la violencia) a la hora de decidir políticas, programas y gastos públicos.

La rentabilidad de la inversión es considerable, como demuestran los resultados de un estudio de 20 años de duración publicado en 2014: los niños de hogares desfavorecidos que recibieron de pequeños una estimulación de alta calidad ganaban un 25% más en la edad adulta que los que no disfrutaron de dichas intervenciones, y sus ingresos se situaban en línea con los de las personas que se habían criado en familias más ricas. Esta investigación aporta aún más pruebas de que los programas de ECD producen ganancias económicas a largo plazo y fomentan el progreso del desarrollo humano.

La nueva agenda global en materia de desarrollo, expresada en los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) y adoptada por los gobiernos de todo el mundo en septiembre de 2015, refleja este creciente reconocimiento del papel que desempeña el ECD, que favorece el desarrollo de la humanidad y contrarresta los efectos de la pobreza y la adversidad. Por primera vez se incluye explícitamente el ECD en el marco del desarrollo global, con el objetivo específico de aumentar el “porcentaje de niños menores de 5 años cuyo desarrollo se encuentra bien encauzado en cuanto a la salud, el aprendizaje y el bienestar psicosocial” (Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas, 2015).

Aunque el ECD se menciona explícitamente en el ODS relativo a la educación (concretamente, en la meta 4.2), también está presente de forma implícita en otros puntos: la meta 2.2 sobre la nutrición, la 3.2 sobre la salud y la 16.2 sobre la paz y la protección. Tenemos que dar más visibilidad al tema del ECD en el marco de los ODS, así como reforzar el nivel de compromiso sobre este asunto, que tiene que dejar de ser punto 2 en la agenda para convertirse en el punto 1.

Para lograrlo, es imprescindible aunar los esfuerzos de todos los sectores: hay que coordinar e integrar el trabajo de formas nuevas. Con tanto en juego, y tanto que ganar, no podemos permitirnos seguir actuando de forma aislada. Tenemos que trabajar codo con codo (es decir, compartir activos y recursos, así como aprovechar las alianzas y redes ya existentes) en beneficio de todos los niños pequeños.

En abril de 2016, el Banco Mundial y UNICEF reconocieron la necesidad urgente de coordinarse mejor en sus programas de ECD y anunciaron una nueva alianza por el ECD al tiempo que nos instaban a todos (los gobiernos, las agencias de desarrollo, las entidades académicas, la sociedad civil, las fundaciones y el sector privado) a unir nuestras fuerzas por esta causa.

Los gobiernos pueden invertir específicamente en alimentación, protección y estimulación, así como implantar servicios de ECD de calidad que lleguen a todos los niños, en especial los más desfavorecidos y vulnerables.

Las ONG, las organizaciones de la sociedad civil y las empresas pueden aunar esfuerzos para apoyar alianzas locales que coordinen y presten servicios de ECD esenciales y para impulsar campañas de concienciación sobre el ECD destinadas a difundir información, inspirar a la gente y, en última instancia, lograr que todos se unan a nuestra causa común.

Los académicos pueden seguir recabando pruebas y ampliando nuestros conocimientos sobre el ECD y sobre las intervenciones que resultan eficaces. Asimismo, pueden ayudarnos a crear indicadores del desarrollo cerebral durante los primeros 1000 días de vida, que nos permitan medir el progreso y detectar problemas.

Los padres y cuidadores pueden informarse sobre qué hacer para influir positivamente en el desarrollo de las jóvenes mentes que tienen a su cargo: jugar y hablar con los niños y cuidarlos con atención y cariño, tal como necesitan y merecen todos los niños.

El ECD, en todos sus aspectos, constituye tanto una oportunidad como una inversión en los niños de hoy, en los adultos de mañana y en la salud (física, social y económica) de las familias, las comunidades y las naciones.

Los datos científicos son irrefutables. Los argumentos éticos son muy sólidos. Los motivos para invertir son convincentes. Es el momento de actuar para marcar la diferencia de forma positiva y duradera en el tesoro más valioso que tienen los niños: sus cerebros y sus mentes. Tenemos que hacerlo por ellos, y por nuestro futuro.


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