Preámbulo
A finales de la década de 1980, la Fundación Bernard van Leer comenzó a trabajar en El Salvador, principalmente como parte de nuestro enfoque más amplio para fortalecer la capacidad de las organizaciones locales para llegar a más niños en edad de preescolar. También en este país nos aliamos con una ONG cuyo foco principal era la vivienda. La Fundación salió de El Salvador en el año 2008.
De los dos relatos sobre El Salvador en nuestra serie de casos históricos, en este, Jean Friedman-Rudovsky visita a nuestras antiguas contrapartes FUNDASAL y CINDE, con las que conversa sobre cómo el enfoque de ambas organizaciones sobre el desarrollo infantil – basado en el juego y la participación de la comunidad – en ese momento era nuevo en el país , y hasta qué punto han sido capaces de mantener y difundir sus actividades desde nuestra salida.
Junto con un alto grado de libertad para trazar su propio rumbo, nuestras contrapartes de El Salvador parecen haber apreciado de forma especial la capacidad de la Fundación para ponerles en contacto con otras que realizan trabajos similares en otros lugares de América Latina para intercambiar ideas y apoyarse mutuamente.
Mi agradecimiento personal a Marisa de Martínez (CINDE) y a Claudia Blanco (FUNDASAl) por su generosa dedicación en tiempo y apoyo necesario para la redacción de este relato. Y a nuestro responsable de programa de aquel tiempo, Marc Mataheru, por su valiosa guía y trabajo de recopilación realizados.
Al final del relato, hemos agregado unas cuestiones desarrolladas a partir de un análisis del caso que hizo el equipo de la Fundación, y con la finalidad de invitar al debate. Espero que dichas preguntas, así como el mismo relato, susciten reflexiones útiles acerca del papel que la filantropía puede desempeñar para lograr un mayor impacto en nuestros ciudadanos más jóvenes.
~ Michael Feigelson, director ejecutivo de la Fundación Bernard van Leer, noviembre de 2018
Parte I
Iliana Renderos acababa de colocar una media docena de mesas octagonales diminutas cuando una serie de niños pequeños apareció por un lado del pabellón. Diez niños, de entre 3 y 12 años de edad, con mochilas de colores brillantes a las espaldas, siguieron a la líder adolescente hasta la plataforma. «¡Bienvenidos!», exclamó Renderos, mientras los niños iban llegando. «¿Cómo están todos esta mañana?», preguntó; «¡Bien! ¡¿Cómo estás tú?!», le respondieron ellos a gritos, justo antes de separarse para correr alrededor. Mientras dejaba salir algo de su energía, Renderos, de 22 años, se acercó a cada uno de los niños de la manera más personal para decirles «buenos días» con diferentes saludos, alternando choques con la palma de la mano, caricias en la cabeza y abrazos.
Unos minutos más tarde, hacia las 9 horas, ella avisó de que la clase iba a empezar. Sin embargo, antes organizaron un juego. Renderos les pidió a los niños que formaran parejas, luego fue nombrando partes del cuerpo que ellos tenían que tocar al compañero (hubo risitas con la instrucción «mejilla»). Una vez terminado el ejercicio los niños se dejaron caer en las sillas de tamaño infantil que rodeaban las mesas; los más pequeños se hincaban sobre las sillas. Renderos y su pequeño equipo repartieron hojas de cartulina amarilla en las que aparecía una mujer dibujada con una capa y junto a ella unas letras grandes donde se leía: «DIPLOMA SUPERMAMÁ». En el centro de las mesas había marcadores usados, crayones, pegamento, brillantina y otros materiales para decorar. «¿Qué día se acerca?», preguntó Ricardo, el compañero de Renderos en el grupo infantil de los sábados. «¡El día de las madres!», exclamaron los niños, mientras sus pequeñas manos tomaban los materiales de arte que tenían al frente.
Gerardo, Iliana y otros tres adultos jóvenes voluntarios forman parte de Juventud Integral EL Sauce, o JIES, una organización de jóvenes de un barrio que trabaja en el fortalecimiento de valores de los niños y de los adolescentes, promoviendo la participación y el liderazgo mediante la educación y convivencia (El Sauce es el nombre del barrio donde trabaja la organización). Cada sábado, durante aproximadamente dos horas, los niños juegan, aprenden y obtienen apoyo para sus tareas escolares juntos. El sábado en que realicé la visita, Renderos –que tiene el pelo grueso, ondulado y usa unas gafas enormes y redondas– sigue la lección mientras los niños colorean la figura. «Me gustaría hacer una lista. Para el día de las Madres. Es importante que hablemos de cómo podemos ayudar a nuestras madres. No deberíamos hacer esto solamente el día de las madres, sino todos los días. Bueno, entonces vamos a conversar: ¿cómo podemos ayudar a nuestras madres en casa?». Se oyeron gritos alrededor del salón: «¡Lavando los platos!», «¡Ayudando a lavar la ropa!», «¡Cocinando!»… «Buenas ideas», les respondió mientras escribía las respuestas en una hoja de rotafolio.
Más allá del pabellón, había un retrete exterior y un par de cobertizos derruidos, y cruzando la calle más cercana se levantaba un mural colorido y extenso que da la bienvenida a los visitantes al barrio conocido como El Sauce. Localizado en el municipio de Sonsonate, a menos de cuarenta millas de la capital de San Salvador, El Sauce es un desarrollo inmobiliario asequible de 1.700 viviendas. Dicho desarrollo fue construido expresamente en el año 1998 por Fundación Salvadoreña de Desarrollo y Vivienda Mínima (FUNDASAL), una organización sin fines de lucro de gran envergadura que pretende crear y fortalecer espacios habitacionales sostenibles para las personas más vulnerables de la nación. Los residentes del Sauce son familias de bajos ingresos que provienen de diferentes pueblos y ciudades de todo el país y que no tuvieron ninguna otra opción de comprar una casa. Desde el año 2003 al 2008, la Fundación Bernard van Leer invirtió en FUNDASAL algo más de $300.000 USD para fortalecer su visión y programa relacionadas con jóvenes. Como parte de las actividades anteriores FUNDASAL creó un programa extraescolar y sabatino por la mañana en El Sauce que se ocupaba, al mismo tiempo, de los niños más pequeños y de los jóvenes, estos como líderes de dicho programa.
Renderos ha formado parte del programa desde sus inicios. Ella se mudó a El Sauce en el año 2004, cuando tenía 9 años. Al principio, solo su hermano participaba en los grupos del centro educativo, como así se conoce. Iliana le suplicaba a su hermano que la llevara también, pero él no tenía el menor interés en llevar a su hermanita a su actividad. Más tarde, cuando Renderos tenía 11 años, su padre murió y su madre empezó a trabajar, aparentemente, todo el día. Ella le dijo al hermano de Iliana que ya no tenía otra opción – debía llevarla al centro–. Desde el primer día, Renderos se enganchó al programa, «por primera vez en mi vida, sentí que era útil», confiesa. También se sentía segura. «Lo veía como un escape de mi casa y de los problemas familiares», recuerda Renderos, y agrega que: «muchos otros niños se sentían de la misma manera. Venían buscando un lugar para refugiarse. Lo siguen haciendo».
El concepto de seguridad es vago en El Salvador. En el año 2015, en este pequeño país de Centro América, se llevaron a cabo 6.656 homicidios o 18,2 asesinatos por día. Esta cifra es un 70 % más alta de lo que fue en el año 2014, y la tasa más elevada de asesinatos en un país no declarado en estado de guerra. La violencia se atribuye al conflicto entre maras: el año pasado la tregua entre la poderosa Mara Salvatrucha y Mara Calle Decimoctava se rompió en pedazos y la sangre rodó por las calles.
La mayor parte de los enfrentamientos afecta a la juventud: los compañeros de Renderos son atraídos o forzados a unirse a las maras. Algunas veces, lo anterior empieza en niños tan pequeños como los que vi coloreando los dibujos para el día de las madres en El Sauce. Incluso en aquellos niños que no son arrastrados directamente en el conflicto la violencia se filtra en sus vidas, según cuentan los promotores de la niñez. En San Salvador, frecuentemente considerada una de las ciudades más peligrosas del hemisferio occidental, se dice que niños de dos años de edad respetan el límite territorial de las maras que divide los barrios; entienden que no deben aventurarse más allá de determinados letreros o aceras. Esto afecta a las familias: El Salvador cuenta con una de las tasas más elevadas de violencia doméstica en el mundo. Los maestros y los proveedores de cuidado infantil observan los efectos de esta en las relaciones, violentas, que los niños establecen entre ellos.
«La Fundación Bernard van Leer apoyó el trabajo de FUNDASAL y CINDE llevado a cabo con la población más vulnerable de San Salvador».
En todo el país los programas infantiles están dirigidos a contrarrestar la reproducción de las tendencias violentas en un entorno más amplio. La Fundación Bernard van Leer participó, desde la raíz, en el desarrollo de los programas, no solo mediante su orientación y apoyo a FUNDASAL, sino a través de un trabajo de casi treinta años con una fundación llamada Centros Infantiles de Desarrollo (CINDE). CINDE se encarga de dos instituciones de desarrollo infantil en las poblaciones más vulnerables de San Salvador. CINDE fue uno de los primeros centros de desarrollo infantil del país. Su fundadora, Marisa de Martínez, es una de las personas con mayor conocimiento y compromiso en este ámbito. En el caso de ambas organizaciones, el trabajo de la Fundación Bernard van Leer –no solo de apoyo financiero, sino también de visión y orientación– dejó un impacto permanente gracias al fortalecimiento de la capacidad para enfrentar el tema del impacto de la violencia en la niñez y la juventud. Esto podría, a largo plazo, ayudar a interrumpir los ciclos de violencia en el futuro.
Parte II
Desde 1980 a 1992, El Salvador fue atrapado por una guerra civil despiadada entre las guerrillas marxistas y el Gobierno conservador de la nación. Los rebeldes, con el sólido apoyo de todo el sector rural, buscaron cerrar la brecha entre ricos y los pobres, entre los que ejercían el poder y los que no tenían nada. El conflicto no se caracterizaba por los tiroteos. El Gobierno de los Estados Unidos de América, que consideró la guerra de El Salvador como sustituto en su cruzada contra la amenaza del comunismo global, entrenó a los escuadrones de la muerte salvadoreños y les suministró armamento. Estos grupos lanzaron un ataque salvaje contra los rebeldes y contra todos aquellos que fueran sospechosos de simpatizar con ellos. A lo largo de doce años murieron más de 75.000 personas.
Los acuerdos de paz, firmados en 1992, dieron por terminados los combates oficiales e intentaron hacer borrón y cuenta nueva en el país: el convenio disolvió los grupos de contrainsurgencia y se dio de baja a toda la Guardia Nacional, al Ministerio del Interior y a la Policía Nacional. Se estableció la primera Procuraduría Nacional de Derechos Humanos.
Pero la sensación de injusticia se mantuvo. En 1993, durante los diálogos de paz, se maquinó un compromiso político, una ley que garantizaba la amnistía a todo aquel acusado de cometer crímenes de lesa humanidad durante la guerra. Esto está ampliamente considerado no solo como un generador de resentimiento sino como generador de una cultura de impunidad –una situación particularmente peligrosa cuando se combina con una nueva generación de jóvenes que ha crecido en una época en la cual la violencia era sancionada por el Estado–. A finales de los años noventa, El Salvador se convirtió en una parada crucial en el camino del tráfico de drogas sudamericano hacia Estados Unidos, y empezó de manera constante la degeneración en la violencia que existe hasta nuestros días.
Actualmente, más de la tercera parte de los salvadoreños vive bajo la línea de pobreza, asociada a la violencia; lo primero ha alimentado la crisis migratoria: se estima que más de 700 personas por semana –muchos de ellos menores de 18 años– abandonan El Salvador en un intento de viajar a Estados Unidos, un viaje extremadamente peligroso. La mayor parte de ellos serán deportados, algunos de ellos morirán. Durante los últimos quince años en El Salvador, investigadores de la Universidad Centro Americana José Simeón Cañas, conocida como UCA, les han preguntado a los migrantes las razones por las que abandonan El Salvador. En un principio la respuesta más común era: «reunirme con mi familia». Al pasar el tiempo, la respuesta se convirtió en: «por un futuro económico mejor». Sin embargo, en los últimos tres años la respuesta más frecuente es: «Me voy para sobrevivir. Si me quedo aquí me van a matar». Las maras callejeras alimentan o fuerzan el reclutamiento de miembros, especialmente entre los preadolescentes y adolescentes. Los migrantes se van para escapar de esta realidad.
«Actualmente, más de la tercera parte de los salvadoreños vive bajo la línea de la pobreza. Asociada a la violencia, esto ha alimentado una crisis migratoria: se estima que más de 700 personas por semana –muchos de ellos menores de 18 años– abandonan El Salvador en un intento de viajar a Estados Unidos, un viaje extremadamente peligroso».
Con este telón de fondo de casi cuarenta años, comenta Marisa de Martínez, del CINDE, los promotores del desarrollo de la primera infancia se vieron forzados a competir por los fondos de los políticos y de la sociedad en general. «Al principio, estábamos en estado de guerra, y eso era lo único que importaba», me relató Martínez en nuestra primera tarde durante mi visita a San Salvador en mayo de 2017. A cualquiera que tratara de promover la agenda política o de derechos humanos, que no estuviera directamente relacionado con el conflicto, le decían: «Ahora no es momento», explicó. «Después vino el periodo de la posguerra y teníamos que reconstruir el Estado», añadió Martínez. Por ejemplo, continuaba, durante los años noventa, siempre que proponía ideas para apoyar a los centros de educación para la primera infancia, la gente me decía: «Todavía no, Marisa». Pero el periodo inmediato a la posguerra dio paso a la crisis de seguridad en El Salvador. El Gobierno se centró cada vez más en reprimir la violencia de las maras y de los jóvenes –por su predominancia en la organización de las maras– y se convirtieron en el enemigo público número uno. «El Estado decidió tomar una línea dura para enfrentar el crimen, especialmente con los jóvenes», explicó, lo que hizo que la situación empeorara para la gente que trabajaba en el sector más amplio de la niñez.
La ausencia de liderazgo del Gobierno o la falta de fondos para la infancia los llenó la Fundación Bernard van Leer, señaló Martínez. El primer contacto con la fundación lo llevó a cabo ella en 1988, cuando enviaron personal para explorar oportunidades de inversión en Centro América. Se puede decir que en ese tiempo Martínez era una de las pocas personas que estaba pensando de manera sistemática en el aprendizaje de los niños en la primera infancia. Aunque Martínez no estaba trabajando con niños en su trabajo cotidiano, había empezado a diseñar un centro de desarrollo infantil como un proyecto aparte. Para entonces, después de casi una década de guerra, ella se preocupaba, cada vez más, por las condiciones de los niños de las mujeres que trabajaban en los mercados o en las calles de los barrios más pobres de la capital. Cada día veía a «los niños amarrados en las espaldas de las madres, caminado pegados a los pies de sus madres y corriendo a lo largo de la carretera porque no había otro lugar para estar». «Muchas de estas mujeres –explicó– eran refugiadas campesinas desplazadas por el conflicto de guerra, con poco o ningún apoyo, de red de la familia extensa, para cuidar a sus hijos durante el día en la ciudad. Muchas pasaban sus días en situaciones extremadamente antihigiénicas e inseguras. En ocasiones había tiroteos entre la policía y los rebeldes y los niños estaban precisamente allí». Su idea consistía en crear un centro de desarrollo infantil próximo a los mercados que se extendían al aire libre: un lugar donde los niños no solo estuvieran seguros, bien alimentados y cuidados, sino también donde se les diera la oportunidad de jugar y aprender, de desarrollarse como cualquier niño debe hacer.
«Con este telón de fondo de casi cuarenta años, los promotores del desarrollo de la primera infancia nos vimos forzados a competir por los fondos de los políticos y de la sociedad en general. Al principio, estábamos en estado de guerra, y eso era lo único que importaba. A cualquiera que tratara de promover la agenda política o de derechos humanos, que no estuviera directamente relacionado con el conflicto, le decían: «Ahora no es el momento».
Marisa de Martínez
Después de algunas semanas del encuentro con representantes de la Fundación Bernard van Leer en agosto de 1988, esta acordó apoyar con una pequeña subvención los inicios del centro infantil. En los seis meses posteriores, Martínez encontró una organización con figura fiscal, reclutó a cuatro educadoras y a un cocinero; planeó lecciones; convenció a la iglesia local de que facilitara un espacio; y aseguró un fondo adicional de la Embajada de Australia para contratar a un carpintero que hiciera los moisés y las cunas. También se lanzó a las calles para conversar con las madres que trabajaban en el mercado y explicarles que pronto habría un lugar donde podrían dejar a sus hijos bien cuidados.
Sin embargo, cuando CINDE abrió sus puertas –el 3 de abril de 1989– acudieron solo seis niños. Martínez no estaba del todo sorprendida. Mientras hizo sus rondas para invitar a los niños se encontró con un gran escepticismo. «Las mujeres me decían: «¿Qué? ¿Alguien que no conozco va a cuidar de mis hijos? No, mejor que se queden con nosotras»». Martínez dijo que a las mujeres no les gustaba lo que habían escuchado sobre guarderías –esta palabra en español también se utiliza cuando se trata de guardar animales u objetos, lo que refleja un modelo tradicional de guardería donde los niños son vigilados, pero no necesariamente estimulados o cuidados con amor y atención.
El CINDE sobrevivió gracias las experiencias de esos primeros pocos niños: «Las mujeres fueron ganando confianza cuando veían a sus hijos y a otros niños felices», explicó Martínez. La palabra CINDE se extendió como el fuego: había un lugar donde se cuidaba bien a los niños. A mediados de mayo, casi seis semanas después de su apertura, el centro contaba con 75 niños.
Como todos los programas de desarrollo del niño y preescolares en Centro América, el CINDE estaba basado en los principios de aprender a través del juego, de apoyar en el desarrollo de la salud y la nutrición y de la participación comunitaria. Las madres pagaban una cuota mínima, de unos centavos a la semana, por cada niño matriculado y se turnaban para lavar la ropa y los pañales, una vez cada dos meses, aproximadamente.
Lo que diferenció al CINDE desde un principio, señala Martínez, fue que se dio cuenta de que el programa de cuidado necesitaba convertirse en una herramienta para la prevención de la violencia. La primera información de entrada fueron las cicatrices: los niños llegaban con marcas de un latigazo de un cinturón, o algo parecido, o de cualquier cosa que el padre o la madre encontraran a mano cuando decidían pegarles. «No tenía idea de que en este país tuviéramos formas tan violentas para educar a nuestros niños», me confesó. Pronto entendió que el abuso físico no era el maltrato en toda su extensión: «No solo son golpes. Son también humillaciones», explicó. «Estábamos acostumbrados a tratar a nuestros niños con muy poco respeto». Y esto afectaba a la manera en que los niños se trataban entre ellos mismos. Lo hacían con rudeza, verbal y físicamente, imitando lo que veían en su casa y en las calles.
Vio una parte de la solución inmediatamente: había que implementar formas alternativas de comportamiento en los niños. Sin embargo, tampoco tardó en entender que, si el ambiente del hogar se mantenía sin cambios, cualquier progreso que se lograra durante el día se vería arruinado por la noche. Discutió sobre ello con el personal de la Fundación Bernard van Leer. Juntos tenían la hipótesis de que los empleados del CINDE podrían jugar un papel en la educación de los adultos. Con financiamiento de la Fundación van Leer, el CINDE comenzó a capacitar a educadores comunitarios para la realización de visitas domésticas y para el acceso al ambiente en el que vivían los niños.
«Lo que diferenció al CINDE desde un principio fue que se dio cuenta de que el programa de cuidado necesitaba convertirse en una herramienta para la prevención de la violencia».
Marisa de Martínez
Pero Martínez fue más allá. Se acordaba de lo que había aprendido en los escritos de Paolo Freire: permite que las personas discutan sus propias experiencias, deja que lleguen a sus propias conclusiones y soluciones. Ella empezó con grupos de padres que se reunían cada mes (en la práctica, grupos de madres, conocidos como «círculos familiares») para darles la oportunidad de hablar acerca de la manera en que ellos mismos fueron criados, y de hablar sobre qué es lo que estaban enfrentando en sus propias vidas. Asimismo, estos círculos permitían que los padres escucharan a expertos y a otros hablar sobre opciones alternativas para la crianza de los niños, así como para explorar formas no violentas de educarlos. Los padres que querían enviar a sus hijos al CINDE tenían que comprometerse a participar en los círculos.
En el transcurso de los años, el CINDE creció. Martínez tenía tres centros en los barrios con menores ingresos de San Salvador, y cada centro operaba seis días a la semana desde las ocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde. Su personal se mantuvo actualizado mediante apoyo académico y de capacitación. Ella contrató a un psicólogo para que apoyara en los casos más difíciles.
El crecimiento del CINDE fue paralelo a la evolución del sector del desarrollo de la primera infancia a nivel nacional. Desde mediados de los años noventa y la siguiente década, muchas otras organizaciones fueron establecidas con centros similares al CINDE, y grupos de trabajo y redes de defensa empezaron a promover una agenda amigable para los niños en el país. Este esfuerzo fue fortalecido por el consenso internacional, que puso de relieve los derechos de los niños, incluyendo la Convención sobre los Derechos del Niño, que empezó a ganar terreno durante la propia década de los noventa en el mundo en desarrollo.
En 1996 se formó la Red Nacional de Infancia, Niñez y Adolescencia en El Salvador para llevar a cabo trabajo directo de promoción, que culminó con el aseguramiento de la aprobación del Acta de Protección de la Infancia y la Adolescencia. La red presionó a los funcionarios del Ministerio de Educación para que tuvieran en cuenta la primera infancia en su trabajo y presionaron para que se adoptaran lineamientos de trabajo en el sector. Martínez fue invitada a formar parte de esta red desde la fase inicial. «Poco a poco, se logró algún cambio», comentó, a través del trabajo de promoción de la red. Pero el cambio político nunca fue en lo que se concentró Martínez. Ella era y continúa siendo una líder práctica que pasa la mayor parte de sus días en los propios centros, dialogando con el personal, o apagando los fuegos provocados por chispas que, al parecer, se generan diariamente. CINDE es una pequeña organización en comparación con otros beneficiarios en Centro América y no contaba con una estructura más amplia que apoyara el trabajo de promoción. «Admito que había poco trabajo de comunicación y publicación de nuestro trabajo que nos diera visibilidad a nivel nacional», señaló Martínez. De acuerdo con otros actores que trabajan en el campo, CINDE es conocido a nivel local, particularmente en el barrio donde ellos trabajan, pero no más allá. «Siempre estuve en el trabajo del día a día, o coordinando, o asegurando financiamientos y mejorando nuestros programas», comentó.
Parte III
En el año 2003, la Fundación Bernard van Leer empezó a trabajar con FUNDASAL. La organización salvadoreña había trabajado esporádicamente con programas de niños en proyectos anteriores y quería consolidar su trabajo estableciendo una alianza para el apoyo comunitario y para el cuidado de los niños.
El trabajo se llevó a cabo en tres zonas: Los Manantiales y Las Palmas, barrios que se encuentran en San Salvador, y en El Sauce, en el municipio de Sonsonate. En los Manantiales, el programa era realizado principalmente por voluntarios: niños, jóvenes y adultos. Un grupo de jóvenes se unió para cuidar a los niños más pequeños, de 4 a 12 años, los sábados. Esta idea intentaba contrarrestar la deserción escolar, que iba en aumento en la zona. Los adolescentes mayores daban clases de matemáticas básicas, lectura y escritura a los niños. A lo largo de ocho comunidades en los Manantiales, se formaron grupos como este, que se visitaban mutuamente para compartir experiencias. Adultos con los que me encontré durante mi visita –quienes observaron cómo el grupo realizaba su trabajo– se dieron cuenta de lo increíble que era ver a adolescentes asumir este tipo de responsabilidades con los niños más pequeños de su comunidad, y cómo ello les daba visibilidad, al mismo tiempo que ayudaban en una necesidad real, que era la de cuidar a los niños más pequeños.
En Las Palmas, un comité cultural local decidió empezar con un grupo juvenil del mismo tipo, y lo capacitó para el cuidado de los niños y para el servicio de apoyo extraescolar. Los adultos realizaron la capacitación, pero después fueron los jóvenes quienes tomaron el liderazgo. El Ayuntamiento y líderes de un barrio local se interesaron por el proyecto y ofrecieron al comité apoyo de transporte a campos deportivos y para otras actividades. Este proyecto tuvo problemas en un momento, porque Las Palmas se convirtió en un centro de actividad de la mara y los padres tenían miedo de enviar a sus hijos a los parques públicos donde se llevaban a cabo tiroteos. Pero mediante visitas domiciliarias se reactivó la participación y esta se volvió significativa para aquellos que estaban involucrados en dicho proyecto.
El Sauce, sin embargo, es el niño más brillante del trabajo que empezó con la Fundación Bernard van Leer. Similar a los proyectos de San Salvador, JIES era un proyecto dirigido por gente joven, que obtuvo mucho apoyo de la comunidad –desde los niños y los padres de familia hasta los líderes locales–. En el campo, todos estos proyectos tenían en común que los grupos de jóvenes se comprometían con los niños a través del juego y promovían la enseñanza sobre temas sociales mediante actividades, en lugar de impartir lecciones repetitivas.
El día que realicé la visita pude ver de cerca la sesión sabatina de la mañana. Antes de que la clase comenzara, Renderos me explicó: «en general, empezamos con una metodología totalmente diferente a la de la escuela. Esto no se trata de sentarse y escuchar al adulto. Esto se trata de participar. Les decimos a los niños: si tienes un pensamiento, queremos escucharlo. Platica, levanta tu mano, pregunta cualquier cosa que quieras; siempre que hay una pregunta, hay una explicación», relató. Ella también ve su rol diferente al de las maestras convencionales. «Al contrario del aprendizaje vertical de una escuela, en el que la maestra es la que sabe las cosas y los estudiantes aprendemos, aquí aprendemos uno del otro», matizó. Renderos dice percibir la diferencia que esto provoca en los niños. Ella comenta que, tras pocas sesiones en las que los adultos los tratan de manera diferente, los niños hiperagresivos e irrespetuosos suelen volverse más calmados y muestran mayor interés en aprender. Esta perspicaz perspectiva pedagógica no surgió espontáneamente: Renderos y otros participaron en un proceso de entrenamiento largo iniciado por FUNDASAL y la Fundación Bernard van Leer. Elena, que trabajaba con FUNDASAL durante los años en los que la Fundación Bernard van Leer la apoyaba, dijo que los de la Fundación «eran expertos en pedagogía y con esta experiencia y conocimiento desarrollaron programas de capacitación integral para el trabajo con niños dirigidos a estos líderes juveniles».
Pero lo extraordinario, acerca de El Sauce y JIES, es lo que vino después de 2008, cuando la Fundación terminó de apoyar financieramente en Centro América. El sábado en que realicé la visita, después de que Renderos y su equipo hubieran terminado de trabajar con el grupo de niños, en torno a las once, acudí con ellos a un pequeño cuarto adjunto al pabellón. Era la oficina temporal de JIES, un lugar oscuro y pequeño, con paredes de ladrillo, una computadora de escritorio vieja y provisiones extras para el grupo de niños. Situada frente a un poster en el que se leía «Joven: ¡exprésate con fuerza!», Renderos me confesó: «Nos sentimos muy orgullosos de presentar lo que hemos logrado en un año y también nuestra visión de futuro».
«Al contrario del aprendizaje vertical de una escuela, en el que la maestra es la que sabe las cosas y los estudiantes aprendemos, aquí aprendemos uno del otro».
Iliana Renderos
Renderos comenzó con una presentación en Power Point. Mostró las estadísticas de la municipalidad del Sonsonate y la composición del barrio El Sauce –desempleo, indicadores clave de salud y violencia–. Después relató la historia de la organización. Lo que ahora se conoce como JIES fue fundado en el año 2003, explicaba durante la presentación, era una iniciativa de FUNDASAL en coordinación con el apoyo de la Fundación Bernard van Leer. Al principio era un grupo de jóvenes que se reunía en el centro de educación del Sauce para realizar trabajo social en beneficio de la comunidad, incluyendo la conducción de un grupo de niños. Asimismo se brindó apoyo académico extraescolar, acompañado del desarrollo del carácter y valores. Este no fue un proyecto fortuito, había un consejo de directores y un equipo directivo; y el grupo se comprometió a realizar un diagnóstico y un análisis para entender las necesidades de su comunidad según iba avanzando su trabajo.
En el año 2006 se les ocurrió el nombre de JIES, y en 2007 expandieron su trabajo como coordinadores de programas dirigidos a niños para incluir también a adolescentes. De ese grupo de adolescentes se empezó a identificar «líderes jóvenes», a quienes se les podrían dar responsabilidades, poco a poco, con los niños más pequeños, y con el tiempo, conforme iban creciendo, se incorporarían al propio JIES.
Cuando en 2008 la Fundación Bernard van Leer dejó de colaborar como lo llevaba haciendo hasta entonces, el grupo –comentó Renderos– no tenía ninguna duda de que quería seguir organizando y participando en el trabajo de capacitación para el liderazgo. Continuaron reuniéndose por su propia iniciativa, sin ningún financiamiento directo, manteniendo los vínculos que habían establecido y tratando de seguir adelante. FUNDASAL nunca perdió el contacto: ofrecía asesoría y apoyo en lo que pudiera. Esa perseverancia dio sus frutos: en el año 2011, JIES fue incluido en el Proyecto Niño Protagonista, de nivel nacional, que pretendía trabajar con jóvenes a lo largo de todo el país, en proyectos de beneficio social y de capacitación de jóvenes para la adquisición de herramientas para convertirse en líderes, cuando fueran mayores, del sector social. «Este, quizá, es uno de nuestros logros más grandes hasta la fecha», señala Renderos. «Este proyecto nos dio mucha dirección y nos ayudó a consolidar el modelo de participación en el grupo». Durante los dos años de duración del Proyecto Niño Protagonista, Renderos y otros miembros de JIES estudiaron y participaron en talleres y capacitaciones sobre pedagogía, incidencia en la política pública y trabajo de lobby.
«Gracias a ese proyecto se nos dieron las herramientas para saber cómo tomar nuestras propias decisiones e incidir en la política pública y llevar acciones que beneficien a los niños y a los jóvenes a nivel local y nacional», concluyó.
En 2013, FUNDASAL ayudó al grupo a sistematizar su experiencia de trabajo de desarrollo de la juventud. Como resultado se elaboró un documento de cuarenta páginas que reúne su visión, metodología y prácticas. FUNDASAL también ha empezado a poner en contacto a los líderes de JIES con otros proyectos, en los que la organización asumió el papel de facilitador de la creación de grupos juveniles similares a lo largo y ancho del país. Renderos y otros viajaron por todo El Salvador, haciendo presentaciones sobre organización juvenil. «Tú no lo creerías, pero JIES, este grupo pequeño, de esta diminuta municipalidad, es actualmente reconocido», confesó Renderos sonriendo. Al darse cuenta de la riqueza del entendimiento y de la experiencia que había establecido, JIES decidió que necesitaba constituirse como una organización no lucrativa, para poder solicitar y recibir financiamiento directamente. En el año 2014 empezaron los trámites para convertirse en una organización legalmente constituida, proceso que acaban de terminar.
Desde el año 2008, el grupo no había podido atender a los niños del barrio. En el año 2015, JIES logró conseguir fondos para restablecer las sesiones sabatinas. Renderos comenta que, aunque la interrupción del ofrecimiento del servicio fue una pena, todo el trabajo interno que el grupo había realizado para fortalecer la organización y para convertirse en mejores prestadores de servicios dio sus frutos: «Regresamos a trabajar con los niños con nuevas metodologías», señaló.
Independientemente de lo que logren en el futuro, comenta Renderos, el impacto que JIES ha tenido ya es tangible. «Una de las niñas pequeñas nos escribió una carta recientemente», me comentó el sábado en que nos reunimos. «Me dijo que cuando sea mayor quiere ser como nosotros. Ella quiere ayudar a otros niños y coordinar estos programas». Leer esta carta hizo pensar a Renderos en su propia experiencia a esa edad: «Vemos al facilitador y pensamos: queremos ser como ellos. Y después, en un momento determinado, se produce un cambio y nos convertimos en ellos. Y luego podemos mirar hacia atrás y darnos cuenta de que estos son los niños del futuro».
Parte IV
De regreso a las oficinas de FUNDASAL, un extenso complejo con un espacio verde amplio en medio de oficinas de un piso, Claudia Blanco, directora ejecutiva de FUNDASAL, explicó la filosofía de su organización: «La metodología de FUNDASAL es mejorar los espacios de vivienda donde quiera que se encuentren y para todo aquel que ahí habita. Esto nos obliga a pensar en programas e intervenciones para abordar problemas que afectan a todos los que viven aquí, incluyendo, más específicamente, a los niños y los jóvenes».
Blanco explicó que el impacto de su experiencia con la Fundación van Leer fue mucho más allá del trabajo ejemplar de JIES: FUNDASAL siempre tuvo en mente a los niños cuando trabajaba, colocó en primera línea el tema de los niños. «Actualmente cada proyecto que realizamos busca tener en cuenta el impacto que va a tener en los niños o aborda este tema en lo específico», comentó Blanco; «el alcance de este enfoque depende de los recursos disponibles, pero siempre está ahí».
La evidencia está frente a mí. Blanco y varias personas del equipo, quienes se habían reunido para encontrarse conmigo, habían colocado una pila de documentos sobre la mesa: tres libros gruesos, un estudio impreso, un montón de folletos y un CD. Estos materiales eran solo un ejemplo de cómo FUNDASAL ha ido sistematizando las lecciones aprendidas durante el tiempo que trabajaron con la Fundación van Leer. Lo anterior, para proporcionar la base que mantuviera en pie el enfoque de niños dentro de su organización y, así mismo, para que las referencias fueran fácilmente compartidas con otros.
«Actualmente cada proyecto que realizamos busca tener en cuenta el impacto que va a tener en los niños; el alcance de este enfoque depende de los recursos disponibles, pero siempre está ahí».
Claudia Blanco
Dos de los libros, de aproximadamente cien páginas cada uno, sirven como manuales, paso a paso, sobre cómo FUNDASAL incorpora los temas de desarrollo de la niñez y la juventud en un contexto organizacional más amplio. El primero, Técnicas metodológicas de FUNDASAL en el trabajo con niñez y juventud, explica cómo incorporar programas infantiles en la comunidad o en el barrio, proyectos de corto (un mes), medio (de uno a tres meses) y largo plazo (más de tres meses). En cada etapa hay ideas concretas, maneras directas de bajo coste para involucrar a los niños en la comunidad y para que pasen su tiempo de manera productiva: desde actividades deportivas hasta momentos para contar historias, ferias de reciclaje, reuniones en que juntar testimonios de vida, campamentos dirigidos por y para jóvenes, o, propiamente dicho, programas de capacitación para jóvenes.
El segundo libro, Promoción del fortalecimiento del desarrollo social de la juventud, forma parte de una serie más amplia de la capacitación de educadores comunitarios (los otros tres temas son: «organización, relaciones y gestión comunitaria», «participación comunitaria» y «fortalecimiento del desarrollo social entorno a la equidad de género».) Este manual, basado en aprendizajes claves, dota a los educadores de información relacionada, por ejemplo, con el desarrollo psicológico del pensamiento adolescente la construcción de la identidad durante la adolescencia y la prevención de la violencia, así como de información y análisis sobre educación sexual y abuso del alcohol.
El tercer libro fue Guía para la Educación Comunitaria, de FUNDASAL, para ser utilizado con familias, que incluye bocetos y dibujos que acompañan a las personas en el proceso de una mejor comprensión de la juventud. Se aborda una serie de temas, desde «adolescencia y juventud, como etapas de desarrollo» hasta «diferentes maneras de entender a la juventud», «igualdad de género entre jóvenes» y «embarazo de adolescentes».
Estos manuales, dijo Roxanna, suponen una guía para integrar el enfoque de la niñez y la juventud en otro tipo de trabajo, y poder ser ampliado, si hay financiamiento, en programas más sólidos. Ella apoyó en el establecimiento del programa en El Sauce, y en la reunión con Blanco contó que FUNDASAL, actualmente, siempre que es posible, busca financiamiento para sostener programas relacionados con la niñez y la juventud. «Hemos visto el gran beneficio de los proyectos que se han relacionado con la juventud. Parecería que esto no tiene sentido para una organización de vivienda – el enfoque en los niños– pero, de hecho, ¿por qué no? Las familias son las que hacen que un espacio vital sea sustentable y mejorado con el tiempo. El trabajo con niños se ha convertido en algo muy importante para nosotros».
«Aquí –interviene Blanco, palpando los materiales que se encuentran en frente de mí– hay respuestas, respuestas que funcionan a largo plazo. Pero tenemos que extrapolarlas para que otros puedan aprender, no solo aquí, sino en todo Centro América».
Blanco comenta que dedicaron tiempo, esfuerzo y recursos para diseñar estas metodologías porque «sabemos cómo [hacer este trabajo] y tenemos casi un sentimiento de culpa si no transferimos este conocimiento a otros. No puede ser que sepamos que es posible transformar vidas a través de este tipo de programas y no compartir el conocimiento. Sabemos que, a través de este trabajo, es posible salvar a gente joven de ir a la cárcel o ser asesinada». Blanco, me cuenta, cree que el trabajo que se inició con la Fundación Bernard van Leer ha salvado probablemente cientos de vidas:
«El financiamiento es una cosa. Pero lo que aprendimos con la fundación a través del tiempo es que esto es posible. Nuestra organización está cumpliendo cincuenta años de vida. Tenemos permanencia aquí en El Salvador y queremos que esto continúe, tanto como sea posible. Nosotros seguiremos viendo los frutos de nuestro trabajo y poniendo estas semillas de conocimiento en cada proyecto que tengamos».
Parte Five
Marisa de Martínez trabaja en una pequeña oficina escasamente decorada en el municipio de Soyapango de San Salvador. Hay una ventana detrás de su escritorio, y a su lado está colgado un retrato enmarcado de Óscar Romero, el arzobispo luchador por la liberación, cuyo asesinato desencadenó el inicio de la guerra civil en El Salvador. Romero era un amigo personal cercano a Martínez y a su esposo, y Martínez comenta que su ausencia aún se siente de manera palpable. Para recordar diariamente por qué está aquí, a la entrada de su oficina hay una foto grande de una mujer vendiendo fruta en la calle con su hijo sentado al lado, de 1 o 2 años.
La salida de la Fundación Bernard van Leer de Centro América golpeó a Marisa más fuerte que a cualquier otro beneficiario de la región. «La fundación estuvo aquí más de veinte años, cubriendo el 60 % de los gastos de tres centros infantiles», me contó, incluyendo «los salarios de las educadoras, una gran parte de la alimentación y los materiales didácticos para los niños». CINDE no tenía una estructura amplia con la que pudiera rearmarse; a diferencia de lo que ocurre en Nicaragua, el Gobierno parecía no tener ningún interés en apoyar el trabajo que se estaba realizando.
Desde el año 2008, ella ha sido capaz de mantener abiertos dos de sus centros, gracias a financiamiento alternativo proveniente del extranjero. Visitamos ambos. Los centros son construcciones humildes que necesitan mantenimiento. Mientras caminábamos, Martínez señalaba todas las cosas que se tenían que arreglar (escaleras, techos, trabajo de pintura), pero aún no tiene el presupuesto para ello. Sin embargo, ni a los niños de 2 y 3 años, que juegan con regocijo, ni a las educadoras, evidentemente capaces y amables, les afectan las condiciones de las construcciones.
Si bien no hay manera de saber si existe una relación directa, es probable que el CINDE y Martínez hayan tenido una influencia en la actual política pública –sino completamente mediante un trabajo de lobby, sí por haber establecido un ejemplo de centro infantil y por la creación de la mejor práctica–. Por ejemplo, su trabajo con padres, o lo que ella llama «trabajo integral». Esto significa, explicó, «no concebir al niño como una entidad separada de sus padres. Siempre he insistido en esto. No podemos realizar trabajo con niños sin trabajar con su ambiente familiar». Recientemente, el Gobierno anunció su intención de iniciar trabajos con «círculos familiares» en todas las escuelas, «claro el Gobierno lo hace mal», señaló Martínez. El Estado quiere pedirles a los padres que participen en sesiones semanales de cuatro horas, para talleres de nutrición, parentalidad, disciplina y demás. «¡Qué están pensando!», exclamó Martínez. «Si tú y yo tuviéramos que luchar por incluir esto en nuestras agendas, imagínate los padres que trabajan en los mercados o en otro lugar. Es imposible». Ella comenta que esto no es algo en lo que piensa, pero es posible que su trabajo tenga que ver con esta política: «Seguro, probablemente algunas de las cosas de las que he platicado en los grupos de trabajo de red forman la base de lo que el Gobierno está tratando de hacer hoy en día».
De alguna manera, Martínez elevó su nivel trabajo a partir de 2008. Como FUNDASAL, Martínez se ha dado cuenta de que, dado el contexto social más amplio, sería contra productivo dejar que los niños que se gradúan en los centros de cuidado diario desaparezcan en la nada. Se dio cuenta de que los niños que dejan los centros anhelan continuar la relación entre ellos –también es un lugar para escapar de la violencia–. «No pudimos dar seguimiento», comentó Martínez. «Ahora que los niños cumplen 6 o 7 años van a la escuela, pero después regresan a nuestros centros en las tardes. Este es realmente un trabajo de largo plazo. No es una cuestión de cuidar a los niños uno o dos años y pensar que se van a obtener resultados significativos a largo plazo».
«Si bien no hay manera de saber si existe una relación directa, es probable que el CINDE y Martínez hayan tenido una influencia en la actual política pública –sino completamente mediante un trabajo de lobby, sí por haber establecido un ejemplo de centro infantil a seguir y de una de las mejores prácticas».
Un día la acompañé a visitar el programa extraescolar del CINDE. La mayor parte de los estudiantes estaba jugando fútbol, pero un puñado se quedaba atrás: los estudiantes eran de un barrio controlado por una mara que estaba en guerra con la mara que controlaba el barrio donde se estaba jugando. No estarían seguros en el campo de fútbol. Así que hacían su tarea y escuchaban canciones pop de Estados Unidos, en un estéreo portátil situado sobre una mesa. Los dos niños con los que estaba sentada habían estado en el CINDE cuando eran pequeños y eran felices por tener un lugar seguro a donde ir por las tardes
Martínez sabe que brindar un espacio donde puedan trabajar en la tarea, ver a los amigos, fuera del ambiente de la mara, es solo parte de la lucha. «Niños de 9 y 10 años admiran a los miembros de la mara –porque ellos son los que tienen dinero, porque ellos extorsionan a otros–». Dice que además de tener un espacio alternativo, intenta hablar con los adolescentes acerca de la historia de El Salvador, acerca de por qué el país tiene un alto grado de empobrecimiento, y los anima a pensar de manera crítica acerca de su futuro. En ocasiones, comenta, los niños le preguntan por qué deberían seguir estudiando. «»¿Para qué?», me preguntan. «¿A dónde nos conduciría esto?». Nosotros, en el CINDE, siempre decimos que la educación es importante porque es la llave de una puerta que aún no sabes que existe».
Comenta que a pesar de que no puede señalar los cambios en la política pública o en instituciones más amplias, como en otros países, por ejemplo en FUNDASAL, ve, sin embargo, el impacto que a largo plazo ha tenido su propio trabajo en todas partes: «Lo veo en el deseo de estos niños de seguir estudiando y aprendiendo. Lo veo en el simple hecho de que no han desertado para unirse a la mara, porque eso es lo que se espera de ellos. Lo veo en la gente joven que ha continuado desarrollando su potencial más alto, en estudios, arte o música», señala.
Una tarde en que las dos íbamos en coche, mientras Martínez conducía, sumidas en el calor de mediodía de San Salvador, nos detuvimos en un semáforo en rojo. Nuestras ventanillas estaban bajadas, el aire acondicionado de su vieja pick-up funcionaba a duras penas. De repente, oímos «¡Seña!, ¡Seña!» –el apodo que muchos en el mundo del CINDE utilizan para llamar a Marisa, una abreviatura de «señora»–, un grito que provenía de un hombre joven montado en una motocicleta y que se había detenido a nuestra derecha. Martínez estaba sorprendida. «Seña, soy yo», dijo el hombre, quien luchaba por quitarse el casco con rapidez para que ella pudiera ver su cara. «¡Soy yo, Bryan!». Su cara se convirtió en una enorme sonrisa. «¡Usted era mi maestra! ¡No la había visto en tanto tiempo!». «¡Bryan! –exclamó ella– ¡Dios mío, claro que me acuerdo de ti! ¡Qué maravilla verte!». Bryan estaba visiblemente extasiado por haberse topado con su maestra de preescolar, pero la luz pasó a verde antes de que tuvieran tiempo de conversar más. Comenzamos a alejarnos mientras Martínez se asomaba por la ventana para decirle adiós con la mano de manera entusiasta. Percibo el sentimiento de que ambos están contentos, no solo por haberse visto el uno al otro, sino simplemente porque saben que el otro todavía está con vida.
Solicitamos realizar estos estudios históricos para identificar preguntas que podríamos hacernos con vistas a trabajo futuro. Entre las cuestiones para el aprendizaje que este relato nos plantea destacamos las siguientes:
- Las organizaciones contraparte expresan su aprecio por las conexiones establecidas con otras de la red de la Fundación Bernard van Leer en diferentes países. Las fundaciones pueden tener una panorámica única del ámbito en el que financia a organizaciones similares en diferentes partes del mundo. ¿Qué pueden hacer las fundaciones para usar esto de forma que agregue valor de manera más dinámica? ¿Cuáles son las implicaciones sobre el personal para que las fundaciones hagan esto bien?
- Las contrapartes de este relato, como en muchos otros, están agradecidos por la flexibilidad de la Fundación y la autonomía que experimentaron en la relación de financiamiento. ¿Cuándo, si es fuera el caso, se podría convertir en algo negativo? ¿Cómo se puede manejar mejor este equilibrio?